Los cinco fundadores



Hace mucho tiempo pasó por el mundo una grave enfermedad. Nadie está seguro de cómo comenzó. Algunos dicen que fue el resultado de un experimento que salió mal. Otros que se trataba de la mutación de una enfermedad más vieja. Hasta unos pocos dijeron que era cuestión de tiempo. Pero al final poco interesa.

Para contagiarse bastaba que la sangre, lágrimas o saliva de un infectado entraran en un cuerpo sano. Este pobre desafortunado se veía envuelto en una fiebre tan alta que habría sido posible cocinar unos huevos fritos sobre su estómago. Lo siguiente era una terrible agitación de brazos y piernas. Si no se tenía cuidado podían perder la lengua dándose un mordisco sin querer. Después de eso el cuerpo se ponía imposiblemente helado. No eran capaces de retener la comida por mucho tiempo.

En los hospitales a los que iban apenas lograban limpiar toda la suciedad que los enfermos dejaban detrás. Por un tiempo se pensó que todo acabaría en cuanto dejaran de moverse. Los enviaban adonde se solían almacenar a los muertos en aquella época, para dar lugar al próximo necesitado. Si hubieran sabido más acerca de la enfermedad entonces podrían haberse encargado mejor del asunto, dándoles a esos miserables el descanso final que sin duda merecían; pero no fue así. No sabían y esa ignorancia fue la que los condenó.

Porque los muertos no se quedaron muertos. Se levantaron y continuaron propagando el mal que se les había metido.

Para cuando las personas se dieron cuenta de que la manera apropiada para deshacerse de ellos era destruyendo sus cabezas, fue demasiado tarde. El mundo estaba en serio aprietos. Pronto el número de infectados sin remedio superaba el de las personas sanas, que debían luchar con armas y palos para mantenerse así. La esperanza era algo demasiado lejano.

Sin embargo, no todo estaba perdido.

Antes de que el curso de la vida se torciera, antes de que las madres tuvieran razones para temer por sus hijos, cinco científicos se ocultaron bajo tierra para descubrir la cura de varios males que molestaban a las personas, sin temor a que los interrumpieran. Contaban con su propia fuente de comida y suficiente energía, motivo por el cual en un principio ni siquiera se dieron cuenta de lo que sucedía sobre sus cabezas.

Un día uno de ellos descubrió que no recibían señal de los jefes que los habían contratado. Eso les pareció muy extraño y decidieron salir al exterior. Su sorpresa fue grande ante la escena con la que dieron.

En ese momento podrían haber vuelto tranquilamente atrás, olvidarse de todo y esperar lo mejor en el interior de su seguro refugio. Pero eran científicos y su deber para con la humanidad les impulsó a explorar.

Viajaron y, pasado un tiempo, encontraron a una persona sana, un hombre, que vivía en el bosque. Le hablaron acerca de un lugar donde podría relajarse al fin, pero estaba demasiado acostumbrado a la vida salvaje para que un ambiente así de civilizado le atrajera. Es más, los científicos, con sus batas tan pulcras y sus rostros llenos de vida sana lo ofendían, de manera tal que se ofreció a acompañarlos fuera de su territorio, sólo para poder librarse de su compañía más pronto. Pero en el camino dieron con un infectado sin remedio, el cual mordió al hombre antes de que éste pudiera defenderse apropiadamente y eliminarlo. 

El hombre no ignoraba lo que le esperaba. Trató de deshacerse de los científicos para acabar su existencia en paz. Los nobles científicos se negaron. Dijeron que no le dejarían solo. Insistieron, incluso con mayor ahínco, para que se fuera con ellos, a ver si podían atenderlo. Mientras discutían, nadie notó a una araña negra descender de un árbol y posarse en la cabeza del hombre. El hombre gritó, llevándose una mano rugosa al cuello, donde la pequeña mañosa le había clavado los colmillos. La aplastó con enfado.

—Lo que me faltaba —gruñó como un oso—. Primero me muerden, luego me pican.

Los científicos continuaron ofreciendo su ayuda, pero él no los escuchó. Creía estar irremediablemente perdido y abandonó a los científicos a su suerte para gozar de lo poco le que quedaba.

Sin embargo, al cabo de siete días, los científicos volvieron con hachas brillantes y afiladas, decididos a acabar con su miseria. Ahí los esperaba un suceso inesperado.

El hombre estaba bien, y más que bien, pues su alegría por seguir vivo era tal que no podía dejar de llenar el aire con sus silbidos y cantos. Esta vez no se opuso a seguir a los científicos, e incluso se disculpó por su horrible trato de antes. Los científicos estaban satisfechos con verlo sano.

Hicieron las pruebas necesarias allá en su base y descubrieron que el veneno de la araña, muy malo para una persona normal, de alguna manera había anulado los efectos de la enfermedad al punto en que casi no se notaba. Los científicos se alegraron inmensamente. Entusiasmados, se apresuraron en crear la cura, la mismo que hoy en día se conoce como la fórmula Cerebrelia.

Pero continuaba habiendo un problema. Pasado un mes del día en que el infectado sin remedio lo atacó, el hombre volvió a tener los mismos problemas que si hubiera sucedido ayer. Su estómago se revolvió, la cabeza le hervía y regresó a sus bruscos modales de antes. Por si no fuera suficiente, la herida que el infectado le dejó volvió a presentar un horrible aspecto. Los científicos, muy angustiados ante la idea de perder a su amigo, no se les ocurrió mejor opción que darle nuevamente Cerebrelia.

Por segunda vez, desafiando todas sus expectativas, el hombre sobrevivió, y mejor que antes, ya que ahora era consciente de lo mucho que les debía a sus inteligentes camaradas. Acabaron averiguando que la enfermedad seguía dentro del hombre, enterrada como una espina que de tan profunda ya no se veía. Todavía era capaz de pasársela a otro. La medicina únicamente la controlaba por un tiempo. Los científicos decidieron verlo de la mejor manera posible.

—Sólo significa que deberemos hacer más para todos.

Con todo, el hombre estaba desanimado.

—Soy un enfermo y un peligro —decía, gimiendo—. ¿Cómo pueden esperar que le sirva de algo al mundo si en cualquier momento puedo convertirme en un monstruo?

Los científicos intentaron calmarlo y hacerle ver que nada de lo que afirmaba tenía que ser necesariamente cierto. Aún podía ser un miembro funcional de la nueva sociedad que iban a formar. Siempre y cuando continuara tomando Cerebrelia, nadie debería alarmarse. Les costó duro lograr que el hombre dejara su pena de lado para escuchar sus bien razonados argumentos. Al final aceptó sus palabras y volvió a agradecerles sus bondades para con él.

Fue así que, con la alegre ayuda del hombre, los cinco científicos se repartieron por el mundo para llevar a todos la cura conseguida y reclutar a los pocos supervivientes para el nuevo orden que necesitaban desesperadamente. Por desgracia, no pudieron hacer nada por aquellos cuyo corazón se había detenido tiempo atrás. Sólo podían ofrecerles un final digno, dado por la mano decidida de su bárbaro amigo, y consuelo para los muchos que los habían querido.



Del libro “Cuentos para leer en familia”, del autor Merryll Prevkoff, presidente de la compañía Grimson, encargada, entre otras cosas, de distribuir Cerebrelia.

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