Hace mucho
tiempo pasó por el mundo una grave enfermedad. Nadie está seguro de cómo
comenzó. Algunos dicen que fue el resultado de un experimento que salió mal.
Otros que se trataba de la mutación de una enfermedad más vieja. Hasta unos
pocos dijeron que era cuestión de tiempo. Pero al final poco interesa.
Para
contagiarse bastaba que la sangre, lágrimas o saliva de un infectado entraran
en un cuerpo sano. Este pobre desafortunado se veía envuelto en una fiebre tan
alta que habría sido posible cocinar unos huevos fritos sobre su estómago. Lo
siguiente era una terrible agitación de brazos y piernas. Si no se tenía
cuidado podían perder la lengua dándose un mordisco sin querer. Después de eso
el cuerpo se ponía imposiblemente helado. No eran capaces de retener la comida
por mucho tiempo.
En los hospitales a los que iban apenas lograban limpiar toda la suciedad
que los enfermos dejaban detrás. Por un tiempo se pensó que todo acabaría en
cuanto dejaran de moverse. Los enviaban adonde se solían almacenar a los
muertos en aquella época, para dar lugar al próximo necesitado. Si hubieran
sabido más acerca de la enfermedad entonces podrían haberse encargado mejor del
asunto, dándoles a esos miserables el descanso final que sin duda merecían;
pero no fue así. No sabían y esa ignorancia fue la que los condenó.
Porque los
muertos no se quedaron muertos. Se levantaron y continuaron propagando el mal
que se les había metido.
Para cuando
las personas se dieron cuenta de que la manera apropiada para deshacerse de
ellos era destruyendo sus cabezas, fue demasiado tarde. El mundo estaba en
serio aprietos. Pronto el número de infectados sin remedio superaba el de las
personas sanas, que debían luchar con armas y palos para mantenerse así. La
esperanza era algo demasiado lejano.
Sin
embargo, no todo estaba perdido.
Antes de
que el curso de la vida se torciera, antes de que las madres tuvieran razones
para temer por sus hijos, cinco científicos se ocultaron bajo tierra para
descubrir la cura de varios males que molestaban a las personas, sin temor a
que los interrumpieran. Contaban con su propia fuente de comida y suficiente
energía, motivo por el cual en un principio ni siquiera se dieron cuenta de lo
que sucedía sobre sus cabezas.
Un día uno
de ellos descubrió que no recibían señal de los jefes que los habían
contratado. Eso les pareció muy extraño y decidieron salir al exterior. Su
sorpresa fue grande ante la escena con la que dieron.
En ese
momento podrían haber vuelto tranquilamente atrás, olvidarse de todo y esperar
lo mejor en el interior de su seguro refugio. Pero eran científicos y su deber
para con la humanidad les impulsó a explorar.
Viajaron y,
pasado un tiempo, encontraron a una persona sana, un hombre, que vivía en el
bosque. Le hablaron acerca de un lugar donde podría relajarse al fin, pero estaba
demasiado acostumbrado a la vida salvaje para que un ambiente así de civilizado
le atrajera. Es más, los científicos, con sus batas tan pulcras y sus rostros
llenos de vida sana lo ofendían, de manera tal que se ofreció a acompañarlos
fuera de su territorio, sólo para poder librarse de su compañía más pronto.
Pero en el camino dieron con un infectado sin remedio, el cual mordió al hombre
antes de que éste pudiera defenderse apropiadamente y eliminarlo.
El hombre no
ignoraba lo que le esperaba. Trató de deshacerse de los científicos para acabar
su existencia en paz. Los nobles científicos se negaron. Dijeron que no le
dejarían solo. Insistieron, incluso con mayor ahínco, para que se fuera con
ellos, a ver si podían atenderlo. Mientras discutían, nadie notó a una araña
negra descender de un árbol y posarse en la cabeza del hombre. El hombre gritó,
llevándose una mano rugosa al cuello, donde la pequeña mañosa le había clavado
los colmillos. La aplastó con enfado.
—Lo que me
faltaba —gruñó como un oso—. Primero me muerden, luego me pican.
Los
científicos continuaron ofreciendo su ayuda, pero él no los escuchó. Creía
estar irremediablemente perdido y abandonó a los científicos a su suerte para
gozar de lo poco le que quedaba.
Sin
embargo, al cabo de siete días, los científicos volvieron con hachas brillantes
y afiladas, decididos a acabar con su miseria. Ahí los esperaba un suceso
inesperado.
El hombre
estaba bien, y más que bien, pues su alegría por seguir vivo era tal que no
podía dejar de llenar el aire con sus silbidos y cantos. Esta vez no se opuso a
seguir a los científicos, e incluso se disculpó por su horrible trato de antes.
Los científicos estaban satisfechos con verlo sano.
Hicieron
las pruebas necesarias allá en su base y descubrieron que el veneno de la
araña, muy malo para una persona normal, de alguna manera había anulado los
efectos de la enfermedad al punto en que casi no se notaba. Los científicos se
alegraron inmensamente. Entusiasmados, se apresuraron en crear la cura, la
mismo que hoy en día se conoce como la fórmula Cerebrelia.
Pero
continuaba habiendo un problema. Pasado un mes del día en que el infectado sin
remedio lo atacó, el hombre volvió a tener los mismos problemas que si hubiera
sucedido ayer. Su estómago se revolvió, la cabeza le hervía y regresó a sus
bruscos modales de antes. Por si no fuera suficiente, la herida que el
infectado le dejó volvió a presentar un horrible aspecto. Los científicos, muy
angustiados ante la idea de perder a su amigo, no se les ocurrió mejor opción que
darle nuevamente Cerebrelia.
Por segunda
vez, desafiando todas sus expectativas, el hombre sobrevivió, y mejor que
antes, ya que ahora era consciente de lo mucho que les debía a sus inteligentes
camaradas. Acabaron averiguando que la enfermedad seguía dentro del hombre,
enterrada como una espina que de tan profunda ya no se veía. Todavía era capaz
de pasársela a otro. La medicina únicamente la controlaba por un tiempo. Los
científicos decidieron verlo de la mejor manera posible.
—Sólo
significa que deberemos hacer más para todos.
Con todo,
el hombre estaba desanimado.
—Soy un
enfermo y un peligro —decía, gimiendo—. ¿Cómo pueden esperar que le sirva de
algo al mundo si en cualquier momento puedo convertirme en un monstruo?
Los
científicos intentaron calmarlo y hacerle ver que nada de lo que afirmaba tenía
que ser necesariamente cierto. Aún podía ser un miembro funcional de la nueva
sociedad que iban a formar. Siempre y cuando continuara tomando Cerebrelia,
nadie debería alarmarse. Les costó duro lograr que el hombre dejara su pena de
lado para escuchar sus bien razonados argumentos. Al final aceptó sus palabras
y volvió a agradecerles sus bondades para con él.
Fue así
que, con la alegre ayuda del hombre, los cinco científicos se repartieron por
el mundo para llevar a todos la cura conseguida y reclutar a los pocos
supervivientes para el nuevo orden que necesitaban desesperadamente. Por
desgracia, no pudieron hacer nada por aquellos cuyo corazón se había detenido
tiempo atrás. Sólo podían ofrecerles un final digno, dado por la mano decidida
de su bárbaro amigo, y consuelo para los muchos que los habían querido.
Del libro “Cuentos para leer en familia”, del autor Merryll Prevkoff, presidente de la
compañía Grimson, encargada, entre otras cosas, de distribuir Cerebrelia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario